domingo, 28 de septiembre de 2008

Darío Jaramillo





Veo fuentes de luz que se desplazan,
estrellas resplandecientes que caminan,
apariciones que no ven a nadie
y cuando me miran me dejan hechizado.
Se desintegran los rasgos que percibo,
el contorno preciso de una boca,
la forma de unas cejas,
un suéter azul y un mechón rubio:
las apariciones son tonos, ademanes,
cortes del tiempo en un instante único.
Floto y deliro: ocurren incendios a mi lado
y en mi memoria van quedando zonas calcinadas,
dátiles de los lugares secos.
En ciertas mañanas de espera
hago la lista de mis muertos.
Ellos me hacen gestos,
ellos me dicen que también me esperan
y se toman la confianza de pasearse por mi alcoba,
buscan entre mi música las canciones que fueron nuestras,
desvarían ruidosos y hacen guiños
y se burlan de que esté tan viejo. Mis jóvenes muertos.
y te apareces tú,
que agonizas en el débil rencor de mis entrañas nunca tuyas,
desde lejos vienes a mi corazón
y el mundo se ladea como un balancín
y la fuerza de gravedad traza una línea contra el suelo.
Cierro los ojos
y se convierten en líquido los colores de la casa:
no hay un presente aquí,
sólo fantasmas y visiones,
atisbos de un horizonte de fuego:
el salto de una pantera negra,
el lamido de un perro que tendré y todavía no nace,
el ocioso paisaje de unos árboles cuando despierto a mediodía
lejos del horroroso mar.
Desde mi cama viajo a sentir abrazos
y camino
y encuentro lugares nuevos que reconozco en otro pasado que viví,
que adivino en un día que será,
entre silencios y resplandores alucino,
alucino y espero.


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